lunes, 22 de septiembre de 2008

Agustín de Hipona: Primera Parte

La vida de San Agustín se puede sintetizar en pocas palabras con la observación que sobre él hace Santa Teresa de Avila: "Al entrar en el interior de sí encontró ahí a Dios a quien había buscado en vano por todas partes". Nació en Tagaste (Numidia), de madre cristiana, Mónica, que influyó mucho en su formación moral y en su conversión al cristianismo, y de padre pagano, Patricio. Fue maestro de retórica, primero en su patria y después en Cartago. Seguidor primero del maniqueísmo y simpatizando después con el escepticismo de la nueva Academia, a través del estudio de los neoplatónicos y de Plotino, se dedicó a los estudios teológicos. Habiéndose trasladado a Roma y a Milán, recibió la influencia de San Ambrosio que lo bautizó en el 387. En el mismo año murió su madre. En adelante se definirá exclusivamente como cristiano. Vuelto a su patria y ordenado sacerdote, en el 395 fue nombrado Obispo de Hipona en donde permaneció hasta su muerte. Desde la conversión, San Agustín colocó todas sus energías y la potencia de su genio al servicio del Catolicismo, contra las herejías, combatiendo el donatismo, el pelagianismo y el gnosticismo. También combatió el maniqueísmo y el escepticismo del cual había formado parte.

A diferencia de Orígenes y otros padres de la Iglesia griega, sabe adaptar lo antiguo al espíritu del pensamiento nuevo. El centro de su filosofía es siempre Dios: "Deseo conocer a Dios y al alma, ¿Nada más?, ¡Nada más!". Dios es la suma verdad y la suma realidad. No sólo hay necesidad de conocer la verdad, sino también de amarla. La filosofía es amor a la sabiduría, es decir, amor a Dios: "Si la sabiduría es Dios, el verdadero filósofo ama a Dios". Por lo tanto, la verdadera filosofía y la verdadera religión no se excluyen, sino que se reclaman: "Dios es el fin único de la investigación racional y de la fe". Así, el temperamento filosófico de San Agustín es afín al platonismo en su contemplación intelectiva, del cual depende, más que ningún otro, junto con influencias estoicas, pudiéndose hablar con razón de un Platonismo Agustiniano.

Entre las numerosas obras de San Agustín, las de mayor interés filosófico son: Contra Académicos (sobre el escepticismo de la Academia nueva), De Beata Vitae (la felicidad), De Ordine (la ley eterna, el mal), Soliloquia (el conocimiento, la inmortalidad), De inmortalitate animae (inmortalidad del alma), De Libero Arbitrio (la libertad y el origen del alma), De Magistro (didáctica), De Vera religione (la fe y la ciencia), Confessiones (autobiografía con numerosas alusiones filosóficas), De Trinitate (relaciones entre la razón y la revelación bíblica intentando pensar el misterio de la trinidad a partir de la instrospección en el espíritu del hombre), De Civitate Dei (visión de la historia de su época enmarcada en una filosofía y teología de la historia).

La Verdad y la Ciencia

El hecho de haber sufrido la influencia escéptica de la Academia, motiva que San Agustín empiece, como un filósofo moderno, por resolver el problema crítico de la verdad del conocimiento, que es para él fundamental. La filosofía neoplatónica orientó su solución: la verdad no debe buscarse en el exterior, en el mundo de los sentidos, sino en la vida íntima, en la propia conciencia. Así se encuentra con anterioridad a Descartes en el hecho básico que escapa a toda posible duda: el mismo yo que duda y los actos relacionados con este hecho, como el conocer, el querer y el vivir. San Agustín, contra los escépticos, encuentra la certeza en la conciencia de la duda. Quien duda, en el acto mismo de dudar, se da cuenta de que duda, tiene conciencia del propio estado en que duda. Por consiguiente, la certeza del propio ser es indiscutible. Ya dude o crea, afirme o niega, ame u odie, es cierto que en cualquier acto tengo conciencia de mí mismo: "Si fallor, sum" (si fallo, soy), es la respuesta a los escépticos.

Si en la conciencia íntima encuentra el hecho fundamental indudable, sin embargo no considera ya resuelto el problema de la verdad. Bajo la influencia platónica, distingue el mundo corporal de los sentidos y el mundo incorpóreo de la inteligencia. El primero lo conocemos mediante los sentidos que nos ofrecen una fiel imagen del mismo, pero este conocimiento, aunque fiel, es de una realidad inestable y no constituye el verdadero conocimiento. La ciencia se halla en el conocimiento del mundo inteligible, del que es una imagen el mundo corporal. El mundo inteligible nos es conocido en forma inmediata: las verdades matemáticas, las leyes lógicas, las leyes estéticas y morales se perciben en sus principios inmediatamente por la intuición del espíritu y ofrecen una validez invariable, necesaria, intemporal y eterna. Estas leyes, por otro lado, son leyes objetivas, reales, trascendentales al espíritu, aunque las hayamos abstraído de la experiencia. La experiencia es tan sólo ocasión que nos incita a mirar en nuestro interior hacia el mundo inteligible, que a la vez es la norma para juzgar del mismo mundo corpóreo. El mundo corporal y los hechos éticos y estéticos de los seres corporales se convierten en objeto de conocimiento científico en cuanto son juzgados a través del mundo inteligible, que les sirven de norma y medida de su verdad.

Sin embargo, aunque la verdad está en nosotros, nuestra conciencia no es la medida de la verdad: lo siempre válido, lo invariable y lo eterno no pueden proceder de una causa contingente, temporal y mudable. Sólo lo eterno e inmutable, es decir, Dios, puede ser el origen del mudo inteligible. Dios es la medida y la ley de la verdad: en la mente de Dios están las ideas o modelos de todas las cosas. El hombre descubre, no crea la verdad; atestigua, no pone la realidad. San Agustín recurre aquí a la terminología neoplatónica de la "iluminación" o radiación. Considera a Dios como el sol del alma, luz de nuestra inteligencia, en la que vemos la verdad inmutable de las cosas; en la luz divina intuimos el mundo inteligible o las verdades eternas. Esta iluminación se realiza en forma inmediata, sin intervención de otro ser. San Agustín no precisa el modo de esa iluminación inmediata de Dios sobre la inteligencia humana y lo único que se puede concretar es que la iluminación divina actúa sobre la formación de los juicios necesarios, no sobre la elaboración de las ideas. Se ha de considerar esa iluminación como influjo sobre nuestro intelecto por parte de Dios; así, la iluminación fundamenta el pensamiento en la verdad y lo libera del error. A través de ella, Dios es el "maestro interior" que nos habla estando siempre presente en nosotros, aun cuando nos alejemos de él.

Dios

La existencia del mundo inteligible nos descubre la existencia del mismo Dios como causa proporcionada de dicho mundo. Dios es, por consiguiente, un ser eterno, necesario, inmutable e inteligente, por ser la causa proporcionada del mundo inteligible que es, a su vez, eterno, necesario e inmutable. Por consiguiente, Dios existe como condición de las verdades eternas, las cuales reciben su valor de la verdad eterna que es Dios.

También llegamos a la existencia de Dios partiendo de las cosas variables, como la existencia de su orden y de su belleza. Por ser variables, los seres se transforman o cambian de forma: cambiar de forma es recibir un nuevo modo de ser. Pero nada puede darse lo que no tiene. Por lo tanto, ha de existir una causa que explique la formación y que, a su vez, sea invariable. Y así llegamos a Dios como ser increado e inmutable, que es principio o causa de todo lo variable. Además de la variación, existe en los seres multitud y armonía de elementos que originan el orden y así mismo por la forma, medida y número engendran lo estético. Este orden y esa belleza exige una causa que actúa en forma teleológica y artística. Y así llegamos a deducir la existencia de un supremo artífice, causa del orden y de la belleza del mundo.

Dada la existencia de Dios, San Agustín trata de precisar más aún la naturaleza o concepto de Dios, a pesar de que en absoluto resulta inefable e incomprensible el Ser Divino debido a lo limitado de nuestra inteligencia. A El no se le pueden aplicar categorías de sustancia y accidente, pues en El no se dan variaciones: todo el ser se identifica con su sustancia o, mejor aún, con su esencia.

El nombre que Dios se dio a sí mismo es el que mejor apropia su esencia: “Yo soy el que soy” (Ex. 3,74). Es el Ser mismo, la realidad plena y suprema, fuente de todos los demás seres. Es el ser puro sin mezcla de no ser y de variación. Es propiamente el “ser” a diferencia del “ser creado” que es un “no ser” por su variabilidad. Por eso también, Dios es el Ser supremo, o sea, el más perfecto y más elevado. Su inteligencia es también infinita, extendiéndose a todo lo creado y a todo lo posible, siendo siempre la misma e invariable; su inteligencia es pura intuición, siempre existente en forma idéntica, que abarca al pasado, al presente, a lo futuro y a lo posible. No depende de las cosas, sino que las cosas dependen de su inteligencia en cuanto las mismas cosas han sido creadas a imitación de los modelos o ideas eternas existentes en la mente divina.

El Ser Divino no solamente es una inteligencia sino también una voluntad y un poder, ambos infinitos e inmutables. Su querer y su poder es, como su entender y su propio ser, un acto único, eterno e inmutable, pues todo ello se identifica en una sola realidad, que es el “ser” o la esencia divina.

El Mundo

San Agustín concibe el mundo en forma pitagórico-platónica, en que todo está hecho con orden y armonía, regido por leyes matemáticas y sometido, según el concepto estoico, a una evolución y un orden de causas fijas y permanentes. Los principios elementales de las cosas son la materia y la forma. El origen del mundo es Dios, pero Dios no es sólo origen de la forma, sino también de la materia. El mundo, en su totalidad, procede de Dios, pero no por emanación, como el concepto neoplatónico, sino por creación, infundiendo así el concepto cristiano de la creación en la filosofía pagana. El mundo ha sido creado por Dios de la nada. El concepto de creación, sin embargo, no excluye los de progreso y desarrollo del mundo. Dios ha creado el mundo en un estado de indeterminación y de imperfección, las varias formas se determinan gradualmente y se especifican hasta formar seres cada vez más completos y perfectos. Es decir, Dios ha puesto en la materia originaria gérmenes latentes destinados a desarrollarse a través de los siglos. La creación es obra de Dios, pero no de pura necesidad, sino como un manifestación libre y desinteresada de la bondad divina. Por eso, en el mundo todo es bueno, así la forma como la materia. Esa creación no ha sido una obra ciega, sino una obra inteligente, que creó imitando las ideas eternas existentes en la mente divina.

Si el mundo ha sido creado no es eterno. Con la creación del mundo se creó, a su vez, el tiempo, que es tan real como las cosas mismas. El mundo es, por lo tanto, temporal: así como lo eterno es un atributo de Dios, el tiempo es un atributo del ser creado. El tiempo es la imitación de la eternidad. En rigor, el mundo no se ha creado en el tiempo, sino con el tiempo y ambos han sido efecto del acto divino de crear que, como Dios, es eterno. El tiempo tiene tres momentos: el pasado, el futuro y el presente. Sin embargo, el pasado ya no existe, el futuro no existe todavía, el presente no tiene duración, escapa, huye, desaparece. Entonces ¿no existe el tiempo?, sin embargo, nosotros lo medimos y si lo medimos debe haber una duración. Verdaderamente nos percatamos del tiempo porque hay cosas que cambian, porque hay una sucesión de estado, es decir, porque existen cosas que nacen, se desarrollan y mueren. En pocas palabras, sin el movimiento no existiría el tiempo y, por consiguiente, el movimiento sirve para medir el tiempo, sin que el movimiento sea el tiempo.

El mundo no solamente ha necesitado de Dios para existir, porque el mundo no es el ser, sino que necesita también de Dios para conservar su existencia. Dios, por consiguiente, actúa constantemente, conservando y gobernando el mundo. En esa actuación permanente de Dios se funda la razón última de la estabilidad del curso de la naturaleza en sus leyes y en su orden.