lunes, 22 de septiembre de 2008

Agustín de Hipona: Segunda Parte

El Hombre

Para San Agustín, el hombre es un “alma racional que tiene un cuerpo mortal y terreno para su uso” y el alma es definida como “cierta substancia dotada de razón que está allí para dominar y regir el cuerpo”. Por lo tanto, el hombre se identifica con el alma, el cuerpo no es un constitutivo esencial. Indudablemente el dualismo platónico sigue aportando a San Agustín elementos fundamentales, pero aquí ya se ha liberado de la visión pesimista del cuerpo como cárcel. Ya no es el cuerpo, en principio, el causante de todos los males, sino que el responsable es el alma que puede, por gozar de libre albedrío, optar por bienes inferiores, es decir, por el mal. El alma y el cuerpo son, entonces, dos sustancias: la una pensante y la otra externa. El espíritu actúa sobre el cuerpo, pero no de una manera inmediata, sino por mediación de una materia sutil, la luz o el aire. El cuerpo no puede actuar sobre el alma. El alma no es pasiva en la sensación: el órgano corporal es el que sufre la modificación y ésta es observada por la acción cognoscitiva del alma. El alma racional es el principio vivificante del organismo, es un principio que se halla entero en todo el organismo y en cada una de sus partes, aunque sus actividades se hallen localizadas en sectores parciales del mismo.

Son funciones especiales del alma: la memoria, el entendimiento y la voluntad. “Estas tres cosas, memoria, pensamiento y amor, me pertenecen, no se pertenecen a sí, lo que hacen no lo hacen por sí, sino por mí; mejor, soy yo el que obro por ellos....En resumen yo soy el que por la memoria recuerda, yo soy el por el pensamiento piensa, yo soy el que por el amor ama. Es decir, yo no soy la memoria, no soy el entendimiento, no soy el amor, sino que poseo a los tres”. Y esto “yo” que se distingue de sus actos, permanece a través de todos ellos igual e idéntico a sí mismo, captando así San Agustín la substancialidad del alma, es decir, su realidad, independencia y continuidad a través de sus actos y de sus diferentes etapas.

El alma es inmortal. La prueba más característica que aduce se halla influenciada por las ideas de Plotino y el Menón platónico, o sea, en la relación del espíritu con el mundo inteligible, invariable y eterno. Si el mundo inteligible es invariable, el alma, que se sustenta de él ha de ser invariable o inmortal. En los escritos de su madurez, San Agustín desconfía de las pruebas racionales y fundamenta la inmortalidad en las doctrinas religiosas. La inmortalidad del alma, además de ser una exigencia de su naturaleza espiritual y simple, es una necesidad para entender el ser del hombre que busca la felicidad plena y que no es asequible en esta vida: “Nos hiciste para Tí y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en Tí”.

Sobre el origen del alma, San Agustín permaneció indeciso entre el creacionismo y el traducionismo. No expuso una enseñanza definitiva, pero le parecía razonable admitir que, así como el cuerpo se deriva de la corpórea sustancia seminal de los padres, así el alma de los hijos toma su sustancia espiritual del alma de los padres sin menoscabo para éstos, como el fuego se desprende del fuego, además así encontraba una solución mejor para explicar la transmisión del pecado original.
La Moral

El principio de la moralidad es la “ley eterna”: “Hemos de vivir recta y justamente sobre la base de la ley eterna, por medio de la cual es conservado el orden de la naturaleza”. Esta ley eterna, que está grabada en nosotros, coincide con la sabiduría y voluntad divinas. La ley eterna no suprime la libertad del hombre, simplemente muestra el deber ideal frente a lo cual el hombre, que se define por su voluntad, podrá realizarse.

La acción moral no se deduce de un razonamiento, sino que “se produce como función de un estrato profundo del corazón humano que se llama voluntad y amor”. Si el amor es el motor de la vida ética, la felicidad será su fin y coronamiento que consistirá en la plenitud del amor, en la adecuación de la voluntad con su fin, es decir, Dios es la fuente de la felicidad. Así como el hombre encontraba en el mundo inteligible las verdades eternas, también en él encuentra las normas eternas a que ha de ajustarse su conducta. Hay leyes eternas e invariables a las que debe sujetarse las acciones temporales de los hombres. Son normas impresas por Dios en el alma del hombre que se manifiestan en forma imperativa y prohibitiva. Las normas éticas son leyes divinas que expresan la voluntad de Dios, el orden establecido por el mismo Dios. Cuando el hombre domina sus impulsos y apetitos ordenándolos hacia el Bien, encuentra la paz.

Si Dios existe, ¿de dónde procede el mal?. El Dios del bien, el único, no es ni puede ser la causa del mal, que es corrupción. Entonces, ¿cuál es la causa del mal?. Todo ser en cuanto existe, es un bien y todas las cosas que Dios ha creado, por el hecho de que existen, son un bien, pero no absoluto. Por consiguiente, el mal no es ser, sino deficiencia, privación. Distingue entre el mal metafísico, físico y moral. Dios ha dado la existencia a todas las criaturas y la existencia por sí misma es un bien. Sin embargo, el ser de las criaturas no es el ser pleno y perfecto, pues se identificarían con Dios, sino que es limitado. Entre las cosas creadas hay orden y jerarquía. La conciencia de la propia deficiencia, de la propia miseria, es propia de las criaturas más elevadas, lo que es indicio de superioridad respecto a las criaturas inferiores y, por esto, el hombre está en la cima de la jerarquía de lo creado. Esta carencia de ser es el mal metafísico, que no es una realidad positiva, sino una privación. La limitación en el ser, inherente a todo ente creado, es la causa de los sufrimientos, de las enfermedades, de los dolores de las criaturas, lo que se conoce como el mal físico.

El mal moral es el pecado y es propio de las criaturas racionales. La causa del pecado en el libre albedrío. Dios ha querido que el hombre fuese libre para que fuese un ser responsable y capaz de acciones moralmente buenas o malas. Malo es el uso que hacemos del libre albedrío y el pecado es precisamente un mal uso de él. El origen del mal, por lo tanto, no está en la materia ni en la carne, que por sí mismas son bienes, sino que está en el mal uso del querer, que sacrifica los bienes superiores a los inferiores. Del mal moral, por lo tanto, es responsable el hombre, no Dios. El mal, el pecado, es la transgresión de la ley divina que desordena e invierte las cosas. Este estado de caída del alma le imposibilita para salvarse por sus propias fuerzas, necesita la Gracia, la ayuda de Dios para liberarse. Esta ayuda divina no suprime la voluntad del hombre, sino que le restituye su libre albedrío para que efectivamente sea libre. Avanzar hacia la libertad plena que nos posibilite amar con total dedicación el Amor que merece ser amado, es la tarea fundamental de esta vida y lo único que posibilitará nuestro descanso en el Amor de Dios después de la muerte.

Filosofía de la historia

La caída del imperio romano en poder de los bárbaros de Alarico en el 410 ofrece a San Agustín la ocasión de reflexionar sobre el paganismo y el Cristianismo como elementos en conflicto en el imperio romano y, a partir de esto, exponer el sentido filosófico-teológico de la historia. Con este motivo redacta la “Ciudad de Dios”, una de sus obras cumbres y la iniciadora de la hermenéutica filosófica de la historia. El Santo defiende el cristianismo de los ataques del paganismo romano, que achacaba a la nueva religión la ruina del imperio. Agustín responde que las desgracias físicas del imperio son propias de todos los tiempos, mientras que las morales son la consecuencia de la inmoral doctrina pagana.

El desarrollo de la historia es una lucha continua entre el bien y el mal, de la Ciudad de Dios, nacida del amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, y de la Ciudad terrena engendrada por el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios. Estas dos ciudades están en una lucha continua y se entremezclan en los hombres y en las instituciones. Para San Agustín, a través de la historia humana se va construyendo progresivamente la ciudad de Dios cuando los hombres y los estados obran conforme a la justicia. En la historia se lucha por o contra el Bien expresado en la ley divina. La venida de Jesús, la Redención, es el punto central, la última etapa de la historia del mundo a que tiende toda la historia anterior y por la que se desarrolla toda la futura, el comienzo de la constitución de la ciudad de Dios sobre la tierra. El triunfo final está reservado para los que hayan luchado por el bien y los valores superiores, a pesar de los triunfos momentáneos y aparentes de los malvados, de los opresores y explotadores.

En la ciudad de Dios, por lo tanto, se delinea la primera gran concepción cristiana de la historia, que se halla guiada por la obra de la Providencia, que responde a un designio de Dios y que tiene por fin supremo el triunfo de su Iglesia y la salvación de la humanidad. Así, pues, no es una “filosofía”, sino una teología de la historia. La concepción católica de la historia de todos los tiempos y la de hoy se ha inspirado en la agustiniana.